... horneado como Dios manda. Un cura con sotana que cruza por una calle que sabe todavía de riñas entre Montescos y Capuletos. Algunos estudiantes americanos de Historia del Arte que, mientras ojean sus apuntes, apuran a sorbitos el café capuccino espumeante. Una plaza inmensa y vacía que convoca fachadas de pidra maravillosamente trabajadas de la que nace un dédalo de callejas estrechas que a uno le apetece recorrer, porque ya sabe que termiran en alguna balconada asomada a las colinas más bellas del mundo. Lienzos de murallas intactas que reciben las primeras brisas de la mañana y que aún dejan de escucharse tambores y trompetas de guerras no demasiado lejanas. Gigantes que parecen torres habitadas por las sombras de los centinelas que siguen oteando el horizonte desde las más altas almenas. Retablos espléndidos bañados en pan de oro, muros espesos pintados por los mejores artistas de un Renaciminto tempranero que abre las formas y las sonrisas de las Madonnas góticas que en sus hornacinas floreadas sostienen al Bambino. Suelos de mármol antiguo en los que permanecen intactas las huellas de los siglos. Palacios almenados que fijan a sus muros los escudos de familias que compitieron por dejar cincelado en las facturas del arte su orgullo toscano. Sensación de no saber si uno todavía vive en la Edad Media o en el apogeo de la aventura renacentista que convertirá a Italia en el Taller del Arte por excelencia...
Si estas evocaciones tienen validez para todas las ciudades de la Toscana, en San Gimignano encuentran su manifestación más desconcertante, pues no resulta comprensible a primera vista semejante acumulación artística en una ciudad que ronda los ocho mil habitantes. Sin recobrarse todavía del estupor de verse bajo las sombras de sus torres desmesuradas, el viajero que accede a la Colegiata de Santa Maria Assunta se encuentra de buenas a primeras, antes siquiera de acceder al templo, con el fresco de "La Anunciación", obra maravillosa del gran Ghirlandaio. Entonces sabrá que San Gimignano es mucho más de lo que pensaba y, rendido ya a los prodigios, se lanzará a descubrir los tesoros de una ciudad que ha convertido a la naturaleza circundante en una imitación del Arte, haciendo verdad el famoso aserto de Oscar Wilde.
Un consejo. Pernocten en San Gimignano, porque así podrán aprovechar las primeras horas de la mañana antes de que lleguen los turistas en sucesivas avalanchas y, sobre todo, disfrutar de sus atardeceres únicos, cuando en la ciudad de las altas torres solo quedan los que deben de estar, los cabales. Aquellos que miran y ven para comprender. Porque comprender lo es todo.
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