SIENA
por José Baena Reigal

Cualquier cosa que pueda decirse sobre Siena resultará insuficiente: la palabra dicha o escrita no sirve para describir los milagros. Y Siena no es otra cosa que eso, milagro o sortilegio engarzado en marmol y ladrillo para disfrute de los cinco ...

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... sentidos, y más si los hubiere... ¿Qué otra ciudad presta su propio nombre al color que la identifica? ¿Qué lugar puede disputarle el mérito de alumbrar la intensidad emocional del Renacimiento, rompiendo la rigidez gótica de las formas en plena Edad Media? Ni siquiera la altísma Florencia puede hacerlo, ya que fue el pintor Duccio, fundador de la escuela sienesa, el primero en darle a sus Madonnas ese soplo de vida que acabaría desembocando en Leonardo o Rafael.

En la Porta Camollia una inscripción advierte al viajero: "Cor magis tibi Sena pandit", es decir, que la ciudad abre al visitante su corazón. A partir de ese momento solo cabe perderse, porque en Siena perderse significa encontrarse. Deambular por sus calles, demorarse en los escaparates de sus tiendas, fatigarse en sus cuestas, tomar aliento en alguna terraza perdida con billete incluido a la contemplación de las colinas, para luego seguir en pos de ese alma artística que se desparrama por la urdimbre de una ciudad hecha a la medida de su pueblo, custodio celoso de sus tradiciones, de su ingente depósito monumental y del tropel de una memoria que se vuelve galope de corceles en la carrera de El Palio.

Sentarse en la Plaza del Duomo, enfrente de la impresionante fachada de la catedral, es un rito perentorio antes de penetrar en su interior, un relicario que carece de descripción posible. Luego hay que visitar el Baptisterio adosado, con la pila baustimal cincelada por Ghiberti y Donatello y bóvedas pintadas con los fondos azules del cielo toscano. El Museo de la Opera del Duomo, el Palazzo Pubblico, con sus suntuosos salones, y a la galería abierta a la Plaza del Mercado, desde donde contemplar la mole de la iglesia de San Francesco, situada en la colina de enfrente, la Basílica de San Domenico, la extraordinaria Pinacoteca Nacional, con sede en el Palazzo Bonsignori, son también jalones obligados, sin olvidarse del Conjunto Museístico (iglesia, museo, salas de exposicones, galerías subterráneas con restos etruscos...) de Santa Maria de la Scala, cuya visita ya merece, por sí sola, recalar en Siena. Como un día no bastará para ver la mitad de lo que la ciudad ofrece, habrá que sentarse en la Piazza Il Campo para escuchar el clamor unánime que te pide prorrogar la estancia al menos un día más. Que también sabrá a poco. Y te irás, viajero, con la intención de volver. Porque, si queda vida por delante, Siena también te quedará siempre para volver a soñar con la ilusión de que la belleza perdura todavía en este mundo.

 

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Málaga (España)


 

 

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